A lo largo de los últimos años he venido
desarrollando una teoría sobre estos insectos tan aborrecidos por el
público en general. Esta teoría se fue conformando mediante el conocido
método científico en una versión más bien personal.
Resulta ser
que existe cierto momento del día, preferentemente entre las 2 y las 5
de la mañana, en que las moscas se quedan absolutamente quietas.
Inmutables. Ajenas a todo y a todos. A tal punto que uno puede quitarles
la vida a través del sencillo acto de acercar lentamente el dedo en
dirección perpendicular a la del plano imaginario que se establezca a
partir de la superficie en que la mosca se encuentre adherida, sin
detenerse al encontrarse con el cuerpo del insecto (siempre y cuando la
superficie en cuestión ofrezca la debida resistencia).
Si nos
encontramos en un modo más benévolo de experimentación y decidimos que
asesinarlas es demasiado terrible, y entonces las tocamos con suficiente
énfasis (y determinado “swing”), las moscas emprenderán un vuelo
imperantemente sinuoso y “poco cuerdo”, por así decirlo. Se las notará
en un estado comparable a la embriaguez, como si no tuvieran mucha idea
del lugar en que se desarrolla su aleteo o el contexto amenazante que
las rodea en ese instante. Y cuando detengan su vuelo se volverán (en la
mayoría de los casos) a su estado de entregada quietud.
Esto me
deja poco más que claro que mi teoría tiene una gran probabilidad de
ser cierta: Las moscas duermen (quizás para muchos era obvio, para mí es
un descubrimiento asombroso). Sin embargo, hace unos días, conversando
con amigos y contando más o menos lo mismo que digo en estas líneas,
alguien dijo algo determinante: “quizás se quedaron tildadas pensando en
algo”. ¡Por supuesto! ¡Es algo totalmente factible! Instantáneamente
surgió en mí una reformulación de la tesis: Algunas moscas duermen.
Otras están enamoradas.
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